La experiencia personal no es un hecho irrefutable

“Si usted no domina lo que cree, no entre a lo que no conoce” – Lic. Juán Gaud Pacheco, Jurista Puertorriqueño

 

En el debate público, especialmente cuando se habla de política, legalidad o corrupción institucional, es común ver cómo la experiencia personal se presenta como si fuera prueba absoluta. Frases como “lo viví en carne propia” o “es un hecho irrefutable porque me pasó” se repiten con frecuencia. Sin embargo, este tipo de argumentos no solo son débiles desde el punto de vista lógico y jurídico, sino que también representan una amenaza al rigor que exige una sociedad democrática.

Partamos de una base fundamental: en derecho, los hechos se prueban. No basta con afirmarlos. La diferencia entre factum y opinio es esencial. Una persona puede estar convencida de que fue víctima de una injusticia, pero esa convicción no convierte automáticamente su testimonio en verdad objetiva ni en un hecho comprobado. Para eso existen los tribunales, los procedimientos administrativos, la documentación oficial, los peritajes, los testigos y las reglas de evidencia. El sistema legal no se sostiene sobre la intensidad emocional del relato, sino sobre la prueba.

Desde el punto de vista académico, esto se enmarca en lo que la teoría del conocimiento denomina subjetivismo epistémico: la creencia de que el conocimiento personal o experiencial es suficiente para validar una verdad universal. En contextos científicos o jurídicos, esta postura es insuficiente. La academia jurídica, particularmente en los estudios de derecho procesal, insiste en el valor de la objetividad, la corroboración y el debido proceso como pilares de toda afirmación válida.

Cuando alguien afirma que “sistemáticamente no se cumplieron unos requisitos” y lo llama “hecho irrefutable”, la carga de la prueba recae sobre quien hace la acusación. ¿Cuáles requisitos? ¿Qué disposiciones del reglamento se violaron? ¿Existe documentación? ¿Se hizo una denuncia formal? ¿Qué instancia evaluó el caso? Si no hay respuestas concretas y verificables a estas preguntas, lo que se tiene no es un hecho jurídico, sino una interpretación subjetiva.

Un ejemplo concreto lo encontramos en el caso de Pueblo v. Colón (2010 TSPR 124), donde el Tribunal Supremo de Puerto Rico dejó claro que la carga de la prueba recae sobre quien hace la alegación, y que no basta con testimonio personal no corroborado para sostener una violación de derechos. En otro caso relevante, Misión Industrial v. Junta de Planificación, 166 DPR 33 (2005), el Tribunal reafirmó que todo procedimiento impugnado debe contar con documentación clara, dentro de los plazos procesales, y con fundamentos específicos para ser atendido por el foro correspondiente. Ambos casos destacan cómo el sistema judicial exige evidencia formal y no solo impresiones personales para validar una reclamación.

Este principio no es exclusivo de Puerto Rico. En Estados Unidos, el caso Anderson v. Liberty Lobby, Inc., 477 U.S. 242 (1986), estableció que, para superar una moción de sentencia sumaria, no basta con simples alegaciones; debe existir evidencia concreta que respalde la versión de los hechos. La Corte Suprema de los Estados Unidos reiteró que los tribunales no están obligados a asumir como ciertos los relatos personales cuando carecen de fundamento probatorio.

En el ámbito internacional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) ha enfatizado, en casos como Jalloh v. Germany (2006), la necesidad de que cualquier alegación de violación de derechos esté respaldada por pruebas admisibles, verificables y sometidas al debido proceso. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Caso Castillo Petruzzi y otros v. Perú (1999), también sostuvo que los testimonios deben ser corroborados por otras fuentes para ser considerados válidos dentro del procedimiento contencioso.

Desde la doctrina académica, autores como Ronald Dworkin han argumentado que el principio de integridad en el derecho exige que las decisiones legales se basen en criterios públicos, accesibles y racionales, no en emociones o experiencias individuales aisladas. El jurista argentino Luigi Ferrajoli, por su parte, sostiene en su teoría del garantismo penal que el Estado de Derecho solo se sostiene si las garantías procesales son respetadas rigurosamente y la verdad se construye con base en evidencias objetivas.

Confundir experiencia con evidencia lleva a un terreno peligroso: la desinformación. En lugar de fortalecer el debate público, lo debilita. Transforma lo que debería ser un espacio de análisis y deliberación en una batalla de relatos emocionales, donde quien habla con más seguridad o más indignación parece tener la razón. Y en política, como en derecho, eso no basta.

Este fenómeno tiene implicaciones políticas serias. Cuando la opinión pública comienza a aceptar relatos individuales como verdades absolutas sin exigir evidencia, se erosiona la capacidad colectiva para evaluar la realidad con sentido crítico. El populismo emocional se alimenta precisamente de este vacío: ofrecer relatos simples, personales y muchas veces victimistas como sustituto del análisis estructurado y riguroso. Así, se debilitan las instituciones, se desprecia el debido proceso, y se fomenta una cultura de desconfianza generalizada donde todo es posible, menos la verdad comprobada.

Además, el uso sistemático de testimonios personales como herramientas de validación política alimenta la polarización. Los ciudadanos no solo creen en versiones opuestas de los hechos; comienzan a ver toda contradicción como ataque, y todo cuestionamiento como traición. La democracia, en ese contexto, se vacía de contenido deliberativo y se convierte en una guerra de identidades emocionales.

Los medios de comunicación y las redes sociales agravan este efecto al amplificar sin filtrar estos relatos, presentándolos como equivalentes a hechos contrastados. Esta equivalencia falsa entre “mi experiencia” y “la verdad” erosiona la confianza pública en las fuentes legítimas de información, y abre la puerta a la manipulación, la posverdad y el autoritarismo.

Además, resulta incoherente que alguien que afirma que el sistema está “organizado para violar la ley” o que “encubre la corrupción” recurra a ese mismo sistema para presentar demandas o buscar justicia. ¿Se cree en el sistema o no? Si se lo considera absolutamente corrupto e inservible, entonces presentar una demanda dentro de ese sistema es, como mínimo, una contradicción. No se puede deslegitimar el sistema por un lado y, por el otro, esperar que valide una causa personal.

Exigirle al Estado estándares de legalidad implica también sostener nuestras acusaciones con el mismo nivel de rigor. No podemos denunciar impunidad con base en conjeturas ni hablar de corrupción estructural sin evidencia concreta. De lo contrario, lo que se hace no es fiscalización ciudadana, sino ruido político.

El debate serio se construye con argumentos válidos, coherentes y sostenibles. Y eso incluye tener la humildad de reconocer que la experiencia personal, por más legítima que sea, no está por encima del método, la prueba ni el derecho.

La política necesita más pensamiento crítico y menos relatos inmunes a la crítica. Porque si todo se reduce a “me pasó, por lo tanto, es verdad”, entonces ya no estamos debatiendo ideas. Estamos simplemente tratando de imponer nuestra versión a fuerza de insistencia. Y eso no es justicia. Eso es dogma.

Invito al lector a asumir un rol activo en la defensa de la verdad pública y del pensamiento crítico. Exijamos pruebas antes de aceptar afirmaciones, cuestionemos los relatos personales cuando se presentan como hechos y no tengamos miedo de incomodar con argumentos racionales. La democracia no se defiende sola; necesita ciudadanos que se rehúsen a ser manipulados por la emoción, el ruido o la costumbre. Defender el derecho, la evidencia y la verdad no es solo un deber cívico, es una responsabilidad ética. Y empieza con cada uno de nosotros.

Nota editorial:

Este artículo no habría sido posible sin la valiosa ayuda del querido profesor Randy E. Barnett. En cuanto le conté de qué se trataba, me ofreció su tiempo con toda generosidad y compartió conmigo parte de su inmensa sabiduría académica. Le estoy profundamente agradecido.

Randy E. Barnett es profesor de Derecho Constitucional en el Centro de Derecho de la Universidad de Georgetown y Director del Centro para la Constitución de Georgetown. Tras graduarse de la Universidad Northwestern y la Facultad de Derecho de Harvard, fungió en numerosos casos de delitos graves como fiscal en la Fiscalía del Condado de Cook en Chicago. Recibió una Beca Guggenheim en Estudios Constitucionales y el Premio Bradley, y ha sido profesor visitante en las Facultades de Derecho de Pensilvania, Northwestern y Harvard.

Entre sus publicaciones se incluyen doce libros, más de cien artículos y reseñas, así como numerosos artículos de opinión. Su libro más reciente es The Original Meaning of the Fourteenth Amendment: Its Letter and Spirit (2021) (con Evan Bernick).