Por qué las cosas que no comienzan bien terminan mal: una mirada a los partidos políticos

Todos hemos escuchado la frase “lo que mal empieza, mal acaba”. Puede sonar a un refrán popular que nuestras abuelas dirían al ver que empiezas una receta sin medir bien los ingredientes, pero lo cierto es que esta sabiduría se aplica a situaciones mucho más serias, como el mundo de la política. Y es que, cuando un partido político se forma con cimientos poco sólidos, ya sea por prisas, malas intenciones o falta de una visión clara; o en ocasiones la visión se tuerce en el camino, el destino suele ser el mismo: un caos predecible, muchas promesas incumplidas y personas desilusionadas con lo que un día pensaron era un ente de cambio.

El origen importa más de lo que creemos

Imagina un partido político que nace de la unión de figuras con intereses completamente diferentes, o que se forma para aprovechar un momento de descontento popular sin un verdadero proyecto a largo plazo o más cuando la visión que unió a los diversos componentes se tergiversa por la falta de experiencia política. A primera vista, puede parecer una jugada astuta: un “¡vamos a darle voz al pueblo!”, “¡es hora de un cambio!” son eslóganes pegajosos y listos, para captar votos. Pero ¿qué sucede cuando las verdaderas intenciones empiezan a chocar? Que cada líder tira para su lado y, en menos de lo que canta un gallo, los desacuerdos internos explotan o chocan con los que en un momento dado apoyaron la formación de este partido.

La historia está llena de ejemplos. Partidos que surgen en tiempos de crisis como coaliciones o alianzas heterogéneas, que prometen ser la solución al problema de turno, pero que a la hora de gobernar o hacer política muestran que sus cimientos eran más bien de papel. ¿La consecuencia? Una gestión caótica que, en vez de resolver, agrava las situaciones que intentaba cambiar. Y muchas veces sin ser la intención crean división entre las mismas huestes que intentaban representar y dar voz.

La falta de visión y liderazgo

Un partido que nace sin una visión clara o un liderazgo consolidado es como un barco sin capitán: puede zarpar, pero navegará a la deriva. Y es que, cuando las prioridades cambian con cada nuevo día, no hay proyecto que aguante. Los ciudadanos lo notan y, tarde o temprano, la falta de rumbo se refleja en encuestas, manifestaciones y, eventualmente, en las urnas.

El liderazgo no solo es importante para mantener la estabilidad interna, sino que también es clave para afrontar los retos que se presentan al gobernar o presentar un liderato cohesivo. Un partido sin una figura que inspire confianza y cohesión puede sobrevivir en tiempos de bonanza, pero se desploma a la primera crisis. Cuando los líderes no están alineados, los miembros comienzan a defender intereses propios y el partido se desmorona desde dentro. Cuando se toman decisiones desde adentro no presentando un grado de justicia, equidad e integridad, aunque muchos pretendan hacerse los ciegos, un grupo lo va a notar y va a tomar acción.

La importancia de la coherencia

¿Cuántas veces hemos visto a un partido prometer el cielo y la tierra en campaña, para luego retractarse apenas llega al poder? La incoherencia entre lo prometido y lo hecho es un veneno lento pero seguro. ¿Cuántas veces hemos visto partidos poner la vara tan alta que ni ellos mismos logran obtener el sentido de moralidad e integridad que tanto gritan a los cuatro vientos? Los votantes pueden ser comprensivos con ciertos cambios de rumbo si se explican bien, pero la falta de coherencia reiterada los aleja y alimenta la desconfianza.

Esto se da, sobre todo, en partidos que nacen con prisas, o que carecen de una definición clara de cómo realmente se quieren proyectar y como realmente desean que se les vea, que no han tenido tiempo de cimentar bien sus principios ni de definir qué es lo que defienden a largo plazo. La política de la improvisación es peligrosa, y cuando un partido cae en ella, suele quedar marcado como poco serio. Y si a esto le sumamos una buena dosis de escándalos y promesas rotas, el destino está cantado. Y escándalos los podemos definir como las situaciones que intentan cubrir como si nada hubiese pasado o con las excusas que “como otros lo hacen…”.

La desilusión es difícil de revertir

Cuando un partido que prometía ser la esperanza de muchos termina decepcionando, la desilusión que deja es profunda. Esto es especialmente cierto cuando ese partido se presentó como la alternativa fresca y diferente. La decepción no solo significa perder elecciones futuras, sino también la posibilidad de que el desencanto aleje a las personas de la política por completo. Recuperar la confianza perdida es más difícil que ganarla la primera vez, y algunos partidos nunca logran levantarse tras una mala gestión inicial.

Ejemplos recientes y lecciones

A lo largo de la historia, tanto en Puerto Rico como en otras regiones del mundo, hemos visto este patrón repetirse. Nuevas formaciones políticas que se anuncian con bombos y platillos, con la promesa de un cambio radical, pero que, a falta de planificación y cohesión, terminan desmoronándose. Y claro, los ciudadanos son los que terminan pagando el precio. La división de instituciones que han servido y han dado ejemplo por tanto tiempo luego quedan maltrechas ante una sociedad que, aunque en silencio, las admiraba.

El ejemplo más claro es el de partidos que surgen de la nada, formados por figuras que saben conectar con la gente pero que, una vez en el poder, demuestran que la confianza que los llevo al puesto no es sinónimo de capacidad de gobierno. Un comienzo con promesas vagas y una base débil lleva a decisiones improvisadas y, eventualmente, a un fracaso anunciado.

En resumen, cuando un partido político no nace con definiciones sólidas, liderazgos claros y una visión bien definida, las probabilidades de que termine mal son altísimas. No se trata solo de llegar al poder, sino de hacerlo con un plan y con un equipo capaz de ejecutar ese plan. De lo contrario, la historia se repetirá, una y otra vez, recordándonos que, efectivamente, lo que mal empieza, mal acaba.

Al final del día, los ciudadanos merecen más que promesas vacías y espectáculo mediático; merecen líderes que entiendan que un buen comienzo es crucial para evitar un mal final. Y si los políticos no lo aprenden, la lección la aprenderemos todos, una vez más, a golpe de desilusión.